martes, 6 de noviembre de 2007

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Cierta charla casualmente poco casual me trasladó a un instante puntual de mi vida en el que alguien me había hecho descubrir a Girondo. Lo desempolvo ahora, y su relectura no me traslada únicamente a las pasiones profundas que tengo adheridas a su lectura sino también a momentos únicos que, vistos en perspectiva, no hacían más que buscar reforzar el sentimiento de náusea terrible que me provocaba la lectura. Recuerdo estar yendo en un tren repleto a las siete de la mañana, a trabajar en el subsuelo del Correo Central enfrentando una máquina-demonio ruidosa, calorífica, perversa, que le ponía sellitos a interminables cajas de cartas, por horas y horas, mientras veía que esas mismas horas se iban para no volver nunca, para perderlas una por una como granos de arena en mis manos, como esas putas y olvidables cartas que debía hacer deslizar por mis manos... y salía de allí, agotado, transpirado y oliendo a papel alcalino para ir a parar a alguno de los antros de Ciudad, a empaparme de la intelectualidad con la que deseaba codearme pero a la que sentía no tenía acceso por derecho natural. Y sin embargo esos dolores en el alma, esa sensación de estar en cualquier lado menos en el correcto, daban una pauta de que quizás no estaba equivocado, que quizás tenía algo que hacer allí.
Recuerdo -como si estuviese ocurriendo ahora- ese momento de viaje en tren. Casi llegando a Retiro, habiendo logrado sentarme, mirando por la ventana de principios de noviembre (aniversario, mirá vos...) el entrecruzamiento de las vías mientras intentaba tragar las lágrimas, el grito y las ganas de tirarme por la ventana y ser un durmiente más, en ambos sentidos. Recuerdo patente la sensación de ahogo, de falta de aire, esa angustia insoportable, indescriptible, irreprimible. Y en medio de eso encontraba el consuelo en la lectura de lo que a mis ojos se les antojaba como un alma gemela, un alma que había sufrido el mismo tormento, o uno parecido.

EJECUTORIA DEL MIASMA


Este clima de asfixia que impregna los pulmones
de una anhelante angustia de pez recién pescado.
Este hedor adhesivo y errabundo,
que intoxica la vida
y nos hunde en viscosas pesadillas de lodo.
Este miasma corrupto,
que insufla en nuestros poros
apetencias de pulpo,
deseos de vinchuca,
no surge,

ni ha surgido
de estos conglomerados de sucia hemoglobina,
cal viva,
soda cáustica,
hidrógeno,
pis úrico,
que infectan los colchones,
los techos,
las veredas,
con sus almas cariadas,
con sus gestos leprosos.
Este olor homicida
rastrero,
ineludible,
brota de otras raíces,
arranca de otras fuentes.

A través de años muertos,
de atardeceres rancios,
de sepulcros gaseosos,
de cauces subterráneos,
se ha ido aglutinando con los jugos pestíferos,
los detritus hediondos,
las corrosivas vísceras,
las esquirlas podridas que dejaron el crimen,
la idiotez purulenta,
la iniquidad sin sexo,
el gangrenoso engaño;
hasta surgir al aire,
expandirse en el viento
y tornarse corpóreo;
para abrir las ventanas,
penetrar en los cuartos,
tomarnos del cogote,
empujarnos al asco,
mientras grita su inquina,
su aversión,
su desprecio,
por todo lo que allana la actitud de las horas,
por todo lo que alivia la angustia de los días.


Más terrible aún que tener el tiempo para pensar en todo lo que no podés hacer con el poco tiempo que te fue dado es, además, ser consciente de ello y no poder ocupar ese mismo tiempo para siquiera pensar en la miseria de la existencia pues se debe usar ese tiempo para otras cosas, como trabajar de máquina o similar.
Nunca logré comprender cómo es que no hay un estado de rebeldía existencial general. Supongo que la presión de la certeza de este tipo de inquietudes es lo suficientemente grande como para que poca gente pueda tolerarla por mucho tiempo sin la necesidad de ir a ver la tele. O sin buscarse un trabajito que no la haga pensar. Estar en medio de la tormenta sin nada a qué aferrarse es complejo; alguno diría hasta suicida. Siempre fantaseé con que la única manera de exacerbar la percepción de la realidad es aprender a caminar por el borde del precipicio: al fin y al cabo, lo sencillo, lo previsible, lo cómodo, aburre. Si las cosas son infinitamente repetitivas no hay forma de que terminen siendo un estímulo.

A veces me pregunto cómo conviven estas, digamos... inquietudes, más otras menos corrosivas, con el hecho de que mi tiempo (único, irrepetible, finito, efímero) debe ser intercambiado por metálico. Digo, el intercambio es tan evidentemente ridículo que no resiste el menor análisis; a veces fantaseo con la perspectiva de una conciencia fotosintética, que no requiera más que sol para vivir. Como sea, me pregunto. Y no lo entiendo del todo; de alguna manera cierta premura, cierta angustia desapareció, y puedo saber que no voy a poder hacer ni ser casi nada de lo que desearía, pero en virtud de esa aceptación logro disfrutar muchísimo más lo (extremadamente) poco y terriblemente pueril que logro concretar. Es más, por usar una imagen: el mirar de manera concienzuda una línea me permite comprenderla de una manera tal que, a través de ella, logro comprender todas las líneas y sus interacciones. Si mirase el conglomerado no podría comprenderlo, no podría visualizar el todo sin perderme, sin ahogarme. Supongo que esta lección me la dio mi hermano con su infinita paciencia.

Quizás no sería mala idea ponerle música adecuada a los poemas de Girondo. Habría que buscar la manera de hacerlo y sobrevivir a ello.

Maldita asociación libre...

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